jueves, 2 de diciembre de 2010

Cuento: Olor delirio

Olor delirio
por Madame.

a Uriel

La compañía del color gris comienza a provocarme una sensación de irrealidad y asco. Las ventanillas empañadas ya se figuran imaginarias entre el humo encerrado y la neblina de afuera… algo golpea al ritmo de un corazón asustado.

Entre los mareos por este humo intoxicante y los ecos de mis carraspeos distingo a una mujer que tuvo la desfachatez de limpiar el vidrio. Me mira fijamente mientras continúa azotando la mano. Se me hace conocida, y aunque apenas la distingo, podría decir que es quizás más vieja que yo... sólo eso, me evoca más sensaciones que imágenes.
Mientras correspondo su mirada con extrañeza concluye los golpes.
—Las cicatrices no son en vano —dice mientras su vaho desvanece la parte transparente que había hecho en el vidrio.
No estoy de humor para insultos, mis ojos y oídos apenas perciben, y al intentar ignorarla encuentro mis ojos enrojecidos en el retrovisor, miro la cicatriz que empieza en mi oreja, se va por debajo de la ceja y se hunde en el lagrimal, sonrío a medias mientras aquellos imperdonables recuerdos vuelan con el humo y el olor de los lirios en el asiento del pasajero.
Vine a buscar a María, para que desbarate lo que de mí ha quedado después de aquella noche, en la que al ser humillado bajo sus pies comencé a existir y a pecar.

Ocurrió en febrero. La reacción que en mí había provocado el alcohol fue peor nunca; Sentí que estaba solo, y echado en el sillón cantaba lo más fuerte que podía hasta que el teléfono me interrumpió, descolgué sin contestar y seguí cantando mientras alzaba la botella y bebía las últimas dos gotas.
—¿Bueno?—
Escuche a una mujer leyendo en voz alta; era Samantha, ella hacía esas cosas para no sentirse sola, y yo a veces la escuchaba. Le dije que iría por más alcohol, y dejé la bocina hacia arriba para que escuchara mis pasos y el cerrar de la puerta.
—Ya es tarde— pensé, todo estaba cerrado, caminé hasta que me perdí y llegue a un lugar donde el silencio y el frío se volvieron incómodos y desagradables (precisamente donde me encuentro ahora). Cerca del final de la calle, había un letrero enmarcado en luz neón, era algo parecido a una advertencia, de la cual no pude distinguir una sola letra, sólo imaginé que por la impertinencia de los gritos que escapaban desde los balcones, y la pesadez del ambiente, ese lugar no podía ser nada bueno y la idea de entrar me pareció una delicia.
Las enormes puertas de madera rancia estaban abiertas, una cortina pesada y roja era la división entre lo conocido y lo maligno, respiré la perversidad impregnada en la tela y mientras la atravesaba cerré los ojos. Me arrepentí antes de que mis dedos la soltaran, pero ya era tarde, me hipnotizó aquel olor que atrajo los peores recuerdos de mi vida y los pensamientos más impuros que me atreví a concebir, cada parte de mi cuerpo lo absorbió, me excité con cada respiro hasta quedar sofocado y sentí miedo al encontrarme parado al centro de lo que parecía la sala de una casa. La alfombra humedecida por la lluvia de la ventana abierta comenzó a hablar sobre mi presencia hacia las habitaciones sin puertas de donde los placeres escapaban convertidos en gritos que se disipaban en la obscuridad.


Al fondo de un pasillo izquierdo, un cuerpo ligeramente iluminado emitió una voz fría mientras se acercaba despacio y amenazante hacia mí, trayéndose consigo un olor que me dibujó flores blancas:
—¿Y tú, qué haces ahí?, ¡qué diablos me miras! No debiste atreverte a pisar este suelo perverso, ni respirar esta crueldad, debiste ver las letras con cuidado y darte la vuelta para llorar arrepentido de lo que tus ojos fueron inoportunos espectadores. Al menos debiste santiguarte tres veces antes de entrar a este lugar. ¿No pensaste en la miseria que será de tu vida al salir de aquí sin tu preciosa alma? Aquí se viene a perder más que el dinero y de aquí no se sale caminando. Mírame, siéntate y no intentes nada, no emitas un solo ruido—.

Aunque ya se encontraba delante de mí, no pude ver sus facciones. Sentí sus labios secos murmurando en el hedor de mi cuello, sus manos tibias en mi pecho arrojándome hacia un sillón del color de su cabello, y mientras se alejó me lanzó una mirada hacia abajo. Clavé mis uñas en el terciopelo, y dijo:
—Me llamo María, como la virgen y madre creadora. Estoy aquí, por el placer de invadirte con enfermedades del cuerpo, del alma y del espíritu. Soy un fraude y abuzaré de tu confianza sólo para saciar mis deseos de corromperte bañada en tus lágrimas, te mentiré tanto que sentirás la confusión y decepción suficientes para llorar a gritos mientras muerda tu carne y beba tu asquerosa sangre. Le daré sentido a la mediocridad y al silencio de tu pobre vida, te ayudaré a pecar como nunca lo has hecho; desearás, robarás, mentirás. Te maldigo, y víctima de éste tu destino, dormirás con los ojos abiertos, te arrastrarás humillado hacia mi cuerpo, y ese asiento en donde estás será el testigo de tu pérdida. Vamos, entrégame tu alma, déjate envolver en la impureza de éstas frías piernas y pequemos juntos—.
—Te vas a derrumbar, vas a llorar mucho, tus ojos enrojecerán de ira y extrañarás tu cruz, pero no te preocupes, no volverás a cargarla jamás, le escupirás al descubrir la tranquilidad de la libertad y aprenderás que con ella no se vence ni al pecado, ni al diablo, ni a la muerte—.
Se quitó los tacones, se sacó un pequeño frasco de entre los pechos mientras se sentó sobre mis piernas y me dio a beber gotas de condena mientras decía:
—Y recuerda que soy María, el refugio de los pecadores, quién te besará los ojos por cada lágrima de arrepentimiento y mientras corrompa tu cuerpo ya sin alma reclinarás tu cabeza para gemir buscando el consuelo de los afligidos en mi pecho—.
Sentí hervir la cabeza, me recline y gemí en su pecho que vibraba mientras dijo:
— “Las palabras que yo he pronunciado serán las que te condenen hasta el último día”, tu fe no te ha salvado, ya puedes perderla, tus días están contados y el pecado consume tu vida como una llama—.
Victimizado por su voz, llevé lentamente mis manos a su obsceno cuerpo para comenzar el abandono de mío. Cuando mis dedos empapados en sudor rozaron su piel, sentí varias heridas gruesas y largas, sorprendido, perdí la razón, la noción del tiempo y lo poco que en mí quedaba de cordura o decencia, me sentí extasiado con las texturas ásperas repletas de sangre seca y clavé mis dientes en los labios,
— Son las garras del diablo—dijo con una perturbadora sonrisa.
Sí, me volví loco, con las uñas y el agua de mis palmas convertí los costados de María en ríos enrojecidos que se derramaron hasta hundirse entre los dedos desnudos de sus pies. Degusté su olor a flores blancas, lloré de alegría mientras me asfixiaba entre sus piernas y bebí las dulces emanaciones del pecado.

Desperté derrumbado en el suelo, sentí la textura y la humedad del piso callejero contra mi cara, todo era un remolino de ecos con risas que se detuvieron cuando sentí algo puntiagudo que se clavó con mucha fuerza justo a un lado de la oreja derecha, me inmovilicé al imaginarme un taladro, cuando intenté mirar qué amenazaba mi rostro y mi vida sentí a reventar las venas de los ojos, me concentré en un punto del suelo para tranquilizarme, comenzaron a incorporarse una infinidad de piernas desnudas burlándose a mi alrededor, segundos después atiné que María se encontraba parada en mi cara con sus tacones, pero el dolor y los nervios me provocaron una respiración agitada, mientras mi garganta se abría y cerraba con desesperación algo parecido a una carcajada estalló involuntariamente desde mi interior, para que el silencio de aquellas mujeres se esparciera en el rocío de la noche, indicando la gravedad de mi error

–¡A ver si esto también te gusta!— dijo María, y enterró su tacón de clavo con todo el peso de su cuerpo sobre mí, la piel se abrió muy lenta y dolorosamente mientras cometí el error de moverme. De repente los sonidos se alejaron, sentí dolor y frío, me incorporé con las manos en el suelo y sentí una escupida deslizándose por mi cuello, avancé algunos metros arrastrándome cegado por mi sangre, clavándome piedras y vidrios en rodillas y manos. Comenzó a salir el sol, me hinqué ante la soledad, me llevé las manos a la cabeza, deformé mi rostro y lloré con la ilusión de quedarme así el resto de mis días, pero comenzó a llegar la gente, a ofrecerme su ayuda e incomodarme con sus preguntas y me tuve que ir, tardé todo el día en llegar a casa, el teléfono estaba colgado, me di cuenta que habían pasado varias semanas y había una nota en el refrigerador: “Te llegó algo, lo dejamos en el sillón”
Era una carta. Si, de María, le marqué a Samantha sin saber si había contestado y comencé a leer la carta con voz nerviosa.


Me ha sido imposible vivir sin imaginar la presencia de María, su crueldad está presente en todos lados, sé que no puedo escapar de ella, de las cicatrices que dejó sobre mi piel y mi vida, de las preguntas sobre mi cara, del cuarto menguante que me recuerda su sonrisa exagerada y siniestra diciendo: "Son las garras del diablo", de la necesidad por buscarla que me ha provocado el alcohol a veinte años de volver a probarlo por primera vez. Pasé por un mercado y pedí lirios blancos, con la fantasía de tirarlos en el primer basurero después de saber cuáles de todas las flores que he visto son los lirios, para fantasear con encontrar el olor de María en ellos.

Y lo encontré, y por eso estoy aquí releyendo la maldita carta:

Agustín:
Cuando veas esto, tu vida habrá ya cambiado. Supe que lo conseguí desde que tus besos se volvieron enfermizos, debo reclamar que tu asqueroso vicio me dejó una desagradable sensación al respirar y me dio tanto asco que hasta escupí pensando en tu nombre, lo extraño es que… me gustaron, y sé que pensaré en ti más de lo que
debiera.
Posdata.
A cambio de tu cartera y saber qué ocurrió tráeme unos lirios blancos.


María.
Es por eso que me encuentro a media noche esperando escuchar sus pasos, pero tarda, ya fumé toda la cajetilla, los que había en la guantera, en la chamarra y hasta el que guardé bajo el asiento para emergencias. Mi garganta está seca y quema, los ojos arden, el estómago está revuelto de nervios, el humo sigue asfixiándome y la escena me repugna más después de todo éste tiempo, así que abro la ventanilla, para que escape el humo a cambio de un viento helado acompañado de miserias de lluvia.
Creo que puedo escucharla, me invade el nerviosismo, sí, se acerca con los tacones que me clavó en el rostro, ese sonido es inconfundible…
Pero no, es esa puta vieja otra vez, me apresuro a cerrar de nuevo la ventanilla, y con el desconsuelo apenas alcanzo a darme cuenta de que se está atreviendo a gritarme. Mientras el vidrio queda un centímetro abajo escucho una parte de su voz ahogada.
—¡Las cicatrices no son en vano!—
Mis lágrimas brotan una tras otra, y no saber el por qué me hace sentir ridículo, giro las llaves para largarme. A unos metros de haber arrancado, la vieja lanzó algo que golpeó el vidrio trasero, parecía una cartera.

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Madame es potosina, escribió este cuento desde su cama en algunas madrugadas mientras escuchaba a Real de Catorce, Sopor Aeternus, Shostakovich y Agustín Lara en compañía de Pantera (su gata gorda).
Le repugna el desperdicio de agua, el cristianismo y la tortura animal.
Le gusta traer el pelo muy rojo, pisar hojas secas, beber lágrimas ajenas y coquetear con los locos.

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